por NORBERTO FERRER

«…la voz a ti debida.»

Gracilaso de la Vega

Freud introduce muy tarde en su obra el término superyó. Es en El yo y el ello,(1) de 1923, donde plantea su segunda división tópica o estructural de la psique, formada por tres instancias: el yo, el ello y el superyó. El concepto de superyó como instancia crítica y moral que juzga y censura al yo se encuentra en el desarrollo teórico freudiano mucho antes bajo la forma de censura. Esta censura, que Freud localiza en el sueño, puede actuar de manera inconsciente, al igual que el sentimiento de culpa, desempeñando la función de prohibir la realización y la toma de conciencia de los deseos. Los autorreproches de la neurosis obsesiva y de la melancolía, los delirios de observación y el duelo patológico llevaron a Freud a plantear dentro del psiquismo una parte que adquiere para el sujeto función de juez y que incluso se vuelve contra sí mismo.
Para Freud, la formación del superyó concluye con la declinación del complejo de Edipo —que implica la renuncia a los deseos edípicos amorosos y hostiles— y con las aportaciones de las exigencias sociales y culturales. Se estructura una ley de interdicción y corte que se contrapone a la inercia de un ideal de goce absoluto y soberano del deseo materno. Escribe Freud en 1932, en las Nuevas conferencias de introducción al Psicoanálisis,(2) que el establecimiento del superyó se considera una identificación lograda con éxito de la instancia parental y no de personas:

“…el superyó del niño no se identifica en verdad según el modelo de sus progenitores, sino según el superyó de ellos; se llena con el mismo contenido, deviene portador de la tradición, de todas las valoraciones perdurables que se han reproducido por este camino a lo largo de las generaciones”.

En El malestar en la cultura,(3) Freud relaciona el amor al padre —que reaparece en el remordimiento relacionado con el crimen edípico— con el surgimiento del superyó por identificación con el padre. Ahora el sujeto posee el derecho y el poder de castigar y de imponer restricciones que poseía el padre.
Aunque Freud sostiene que el superyó es portador del ideal del yo, no hace una distinción sistemática entre ambos términos.
Freud define al ello como una instancia psíquica con afán ciego de satisfacción pulsional sin consideración alguna. Sobre el ello se asienta el yo, es decir, la proyección psíquica de la superficie del cuerpo y todas sus percepciones (figura 1). Lacan rescata esta hipótesis cuando construye su Estadio del espejo como formador de la función del yo,(4) a partir de la identificación con la imagen especular del otro. Para Lacan, el yo es una formación imaginaria donde el sujeto se aliena a sí mismo, transformándose en el semejante y en este aspecto sostiene que el yo tiene una estructura paranoica con su ilusión narcisista de dominio. El yo se opone al concepto de sujeto que es un producto de lo simbólico.
Freud dibuja dos gráficos de esta nueva concepción de la estructura psíquica: el primero en El yo y el ello (figura 1), donde no dibuja el superyó; y el segundo en las Nuevas Conferencias… (figura 2)

FIGURA 1 (1923)

FIGURA 2 (1932)

En el primer esquema resalta en el yo, desarrollado a partir de las percepciones, “un casquete o placa auditiva” como receptora de las voces de los otros del mundo exterior. En el segundo esquema subraya que el superyó se sumerge en el ello y que “como heredero del complejo de Edipo mantiene íntimos nexos con él.”

 

LOS ASPECTOS REAL, IMAGINARIO Y SIMBÓLICO DEL SUPERYÓ

Lacan crea un sistema de clasificación triádica para comprender el psiquismo humano: lo real, lo imaginario y lo simbólico. Aunque se trata de tres órdenes o registros heterogéneos, cada uno de ellos se define con referencia a los otros dos en una interdependencia estructural. Esta concepción permite descifrar los avances teóricos freudianos y establecer una nueva posición clínica.
Para representar la estructura subjetiva del hablanteser, Lacan dibuja el nudo borromeo (figura 3), que consiste en una cadena de tres anillos eslabonados de tal modo que, si se corta uno cualquiera de ellos, los tres se separan. Este anudamiento de lo real, lo imaginario y lo simbólico ilustra la interdependencia de estos tres órdenes, y permite investigar qué es lo que tienen en común.
Años después Lacan agrega un cuarto anillo al que llama sinthome S, es decir, el significante del Nombre-del-Padre, ya en su función de Metáfora Paterna, que anuda a su vez las tres consistencias RSI, y que es la función propia del anudamiento que permite la relación sexual, siempre sintomática y fantasmática.
En cuanto al superyó, también podemos descifrar la articulación de los aspectos real, imaginario y simbólico que operan anudados. El aspecto real, pulsional, del superyó es la voz humana,(5) a la que los oídos del niño, siempre abiertos, sin párpados posibles, están expuestos desde el nacimiento; el aspecto imaginario del superyó se compone de las diferentes imagos que el sujeto crea de la autoridad parental coercitiva; y el aspecto simbólico del superyó es la asunción de la ley de prohibición del incesto. Este anudamiento superyoico fuerza al sujeto (hombre o mujer) a abandonar el goce incestuoso materno, que será, por siempre, goce imposible, dirigiendo al sujeto al placer y al goce fantasmático o fálico.

FIGURA 3. NUDO BORROMEO

LO REAL

“Gigante voz que el caos
ordena en el cerebro
y entre las sombras hace
la luz aparecer.”
Rima 3, G. A. Bécquer

La voz del Otro, como objeto parcial de un primer goce, excita la zona pulsional (el oído), instaurando la pulsión parcial invocante (postulada por Lacan junto con la pulsión escópica).
Freud anuncia que “la energía de investidura del superyó la aportan las fuentes del ello”,(6) y qué mayor energía que la que brinda la pulsión invocante: “el superyó no puede desmentir que proviene también de lo oído…” Lo oído, en principio, es la voz, y será ésta también el soporte de las representaciones-palabra (conceptos, abstracciones), significantes que podrán significarse en la medida en que la estructura del sujeto se vaya construyendo. Esa voz primera omnipotente, presencia sonora sin nombre, sin palabra, sin freno simbólico, inquietante y enigmática, que expone al infans a las sensaciones más gratas y a las más desgarradoras, inaugura una vivencia que Lacan define como goce, un más allá del principio del placer, una mezcla de satisfacción inútil e insatisfacción mortificante, de bienestar y de malestar, que marca en el sujeto infantil la impronta del superyó, el aspecto real del superyó. Este aspecto real de goce no metaforizado dibuja una figura imaginaria del superyó que Lacan define como “obscena y feroz”.
Este aspecto real nos remite a la tesis de Melanie Klein sobre los orígenes maternos de una forma arcaica de superyó.
Los orígenes acústicos del superyó comportan, en primer lugar, la huella de esa voz como presencia del deseo y de la voluntad impositiva del Otro, un Otro que aparece como arbitrario, insensato y tiránico frente la indefensión del infans que está expuesto al Deseo de la Madre antes de que este deseo se metaforice (en la Metáfora Paterna) por el significante del Nombre-del-Padre, que es quien limita el goce incestuoso. Pero este significante del Nombre-del-Padre, ya en su función de Metáfora Paterna, es insuficiente para operar sobre todo el goce —sobre el opaco e inabordable real—, el goce Otro barrado y el goce suplementario femenino (Otro goce). Lo que resta de ese goce no metaforizado es el aspecto real del superyó. Los orígenes acústicos del superyó comportan, en segundo lugar, la voz como objeto de goce de la pulsión invocante (y es aquí donde el superyó se sumerge en el ello). En tercer lugar, la voz como soporte de lo simbólico, es decir, de los significantes o las representaciones de palabras y sus contenidos que también provienen de las percepciones auditivas.

LO IMAGINARIO

El aspecto imaginario del superyó está forjado por todas aquellas imagos que genera la dramática edípica, y que pueblan el mundo imaginario del sujeto: los censores severos, los tiranos persecutorios, las brujas devoradoras, muy bien ilustrado por las madrastras y los ogros de los cuentos infantiles, que tanto emocionan a los niños al sentir interpretados sus sentimientos y fantasías. Son todas las figuras inquietantes representadas por “madres” que desean reintegrar a los niños a sus vientres y poseerlos como objetos eróticos de su capricho. O “madres” que castigan el anhelo seductor de las niñas por un padre-príncipe azul, salvador de las fauces maternas. Son los gigantes y vampiros, dioses o reyes que amenazan con cortar las aspiraciones masculinas y con los que se establece una lucha sin cuartel, que el varón necesita ganar imaginariamente. Debe matar al monstruo-padre para elaborar su rivalidad, su odio y la culpa consecuente que lo hará identificarse con la prohibición incestuosa paterna. En un cuento relatado por un niño analizante, un personaje llamado:

“Pepito-lobito va a buscar, a ver lo que hay en todos los lugares, en todos los mundos, pero lo pueden matar. El Rey-Dios le dice: ‘¿Cómo te has atrevido a entrar en mi mundo?’ Le pega un tortazo y el lobo lo ataca. Pelean, se golpean y el Rey huye diciendo: ‘¿A que no me pillas…?’. ”

El Rey-Dios, omnipotente y amenazante, ya que en un principio puede matarlo, termina huyendo cobardemente de los golpes y el hambre del lobito, ahora transformado en un atrevido lobo que, ávido de buscar y ver todos los mundos, entra y ocupa el mundo del Rey-Dios. A partir del tortazo que el Rey-Dios le proporciona, hecho que nos recuerda el “golpe” simbólico paterno en Pegan a un niño, el niño necesita medirse imaginariamente con su padre, atacarlo, pelear, golpearse y al fin vencerlo.
El niño-lobo devora a su padre real, se identifica imaginariamente con él (ahora el niño es el Rey-Dios-Padre, con su fuerza y su poder), pero la culpa consecuente por haber eliminado a quien ama y necesita para poder identificarse como hombre, instaura el tabú del incesto y el sometimiento y devoción al simbólico superyó-totem.(7)
En su aspecto imaginario, el superyó es un imperativo insensato, ciego, tiránico, es el Otro que le ordena al sujeto gozar; es la expresión de la voluntad de goce del Otro, es una figura obscena y feroz que impone una moral opresiva, cuando no destructiva: ¡goza, sufre y disfruta de tu castración!
En la melancolía, observa Freud, esa voz descarnada y cruel “se abate con furia inmisericorde” sobre el sujeto. En el delirio de observación, los pacientes oyen voces que los acechan persecutoriamente para sorprenderlos y castigarlos. La voz de la conciencia en la neurosis obsesiva juzga y castiga a través de penosos reproches infundiendo enormes sentimientos de culpa y rituales expiatorios. En la histeria, la voz de la madre reclama para sí a la niña como objeto hipotético de satisfacción, generando en la pequeña una dramática situación de estrago. En la creencia delirante del perverso, éste cree poder alcanzar el goce del Otro identificándose con el objeto que le falta a ese Otro y para cuyo goce ejerce su acción.

LO SIMBÓLICO

Decíamos que la voz es también soporte de lo simbólico, es decir, de los significantes o las representaciones de palabras y sus contenidos que también provienen de las percepciones auditivas y, agrega Freud, de la enseñanza y la lectura.
Aquí es el superyó simbólico que habla, es la voz irracional de la conciencia. También dice: ¡goza!, ve más allá del principio del placer que te empuja al incesto y al parricidio, sufre la insatisfacción de esta prohibición incestuosa y disfruta de la satisfacción de seguir vivo y deseando.
Este mandato estructural a gozar, como con un apetito insaciable, es lo que Lacan denomina la gula del superyó.(8) Nombro en este trabajo al superyó con el neologismo de superOtro para subrayar la dependencia total de los sujetos a esos otros y a los distintos aspectos reales, imaginarios y simbólicos de esos otros, con los que el sujeto se va a identificar.
El aspecto simbólico del superyó sostiene la ley de prohibición del incesto que como estructura simbólica regula la subjetividad e impide su desintegración. Normaliza el deseo.
La función simbólica del superyó consiste en reprimir el deseo sexual que suscita la madre y el deseo de parricidio. Transforma el goce Otro —que es la suposición del deseo incestuoso satisfecho— mortificante, en goce fálico, propio de la palabra, el deseo y la producción. Un niño, sumergido aún en el pozo de embeleso del amor incestuoso materno, cuenta un cuento:

“La luna es mi amada, por la noche mi corazón late; ¡qué guapa es la luna!, por la noche mi corazón late. ¡Ay!, que me caigo en el pozo, que alguien me ayude, ¡socorro!”

El llamado de auxilio al padre y al aspecto simbólico del superyó, que prohíbe permanecer “con la guapa y amada luna”—que por la noche hace batir su corazón— en el pozo sin fondo del incesto, se hacen aquí evidentes.
El superyó ajusta el fin (que es la satisfacción) y el trayecto de la pulsión con su mandato de ¡ve a gozar!, promovido por el aspecto real e imaginario. El aspecto simbólico prohibirá que ese objeto de goce sea la madre. Es es este sentido en el que Freud sostiene que el superyó es el heredero del complejo de Edipo.
Será función del ideal del yo proporcionar las coordenadas que permiten al sujeto asumir una posición sexual como hombre o como mujer. El ideal del yo acomoda el objeto a la pulsión: ¿con qué gozar?, ¡con ese objeto! El ideal del yo gesta y dirige la sublimación, es decir, los ideales, las normas y los valores.

EL SUPERYÓ EN LA CLÍNICA PSICOANALÍTICA

La adecuada o inadecuada articulación o anudamiento del complejo puzzle del superyó, con sus aspectos real, imaginario y simbólico, se evidencia en la clínica. Una analizante habla de su madre:

“No deja de perseguirme, es una voz permanente que me reprocha, que me tortura. Es un acoso que no me deja en paz, un agobio. Como en un diálogo conmigo misma, le digo: ‘ya lo sé, deja de molestarme, ahora vete’. Pero vuelve. Siempre vuelve. Es una obsesión. ¿Cómo detengo esa voz?”

Una hija de 28 años dice de su madre:

“Mi madre quiere mi vida para ella. Cuando yo era niña, y luego de joven, casi no me quedaba sitio para probar lo que yo quería sin estar bajo el control de mi madre. Aún hoy, cuando me llama, lo que siento es rabia, frustración e incapacidad. Me encuentro muy mal, casi no puedo hacer nada, me paraliza la mente. Me pierdo y es como si desapareciera. Mi madre sentirá, por su propia insatisfacción, que yo le hago daño por insuficiencia. Ella siempre quiere más, siempre es insuficiente lo que yo le doy. Me consume su exigencia. Escuchar lo que dice mi madre es para mí como una calamidad que no me permite vivir.”

Una joven de 19 años hace un pacto de sangre con una amiga, sabiendo que ésta padece de Sida, y se contagia. Este gesto de “amor sin barreras” es la expresión de un goce mortífero, reflejo del goce incestuoso materno. En este caso, la joven actúa el mandato de gozar del aspecto real del superyó, acompañado de una imago omnipotente, donde el amor y la muerte se confunden en una fusión alienante, en un pasaje al acto fatal. El aspecto simbólico del superyó, como instancia que prohíbe la ilusión del goce incestuoso, no cumple su función.

Un niño de diez años se muestra agobiado por pesadillas, tics y, sobre todo, por lo que él llama una manía, una voz que lo tortura:

“Esa cosa me dice cosas terribles: que me haga daño, que me clave un cuchillo, que me tire a una piscina vacía, que me tengo que morir, que mate a mi hermana… La oigo más cuando estoy solo, como si fuera mi mente o un pensamiento, es horrible —en el colegio no le ocurre tanto. El niño agrega—: ¿Te puedo decir una cosa?, pasó algo horrible con mi hermana, pero no pasó nada. Cuando era muy pequeña le puse una moneda en la boca. Otra vez, cuando mi hermana tenía dos años, la vi en la cocina sobre un taburete con un cuchillo debajo del brazo y no le dije nada.”

Durante su relato se perfila en su rostro una expresión de goce que recuerda la del Hombre de las ratas en la descripción del suplicio de las ratas.
Las imposiciones y autorreproches obsesivos se vehiculan a través de una voz que no tiene la crudeza de la alucinación psicótica: “esa cosa” le dice cosas terribles, es esa cosa que dice, y no la voz desnuda. En su teoría sobre sus síntomas, el niño vuelve a relativizar la crudeza de lo real de la voz escuchada agregando: “como si fuera mi mente o un pensamiento.” Es la voz matizada, sofocada por el aspecto simbólico del superyó. En el colegio no le ocurre tanto, ya que el continente simbólico mitiga su tortura imaginaria.
Un analizante joven habla de su continua paradoja:

“Me sobra tanta libertad como muros construyo a su alrededor, tanta como excusas invento con ingenio y perversidad para no dejarme ser. Yo soy mi propio verdugo, mi propio censor. Lucho por y contra mí mismo.”

Otro analizante de 19 años, que sufre una neurosis obsesiva, expresa que se siente vacío y ausente de sí mismo, dice que no sabe nada y que no razona, y que sólo aparenta para demostrar a la gente que él sabe. Se describe como “todo fachada” y que no ha sido protagonista de su vida:

“Todo lo que hago es por obligación. Existo pero no estoy existiendo, sé que soy yo sin ser yo. Me limito a actuar como si una cámara, que sé que no existe, me observara y yo representara para ella, lo que hace que nunca haya podido ser yo. Me he montado una historia aparente. Soy todo un montaje. Vivo sin vivir en mí, vivo en un sueño.”

Podemos decir con Lacan: “él se siente excluido, fuera de su propia vivencia, no puede asumir sus particularidades y sus contingencias”, es el “testigo, alienado, de los actos de su propio yo”.(9) Continúa el analizante:

“Soy como un niño, me tienen que decir qué es lo que tengo que hacer. Todo me supera, todo es obligación y presión. Siempre me he sentido obligado a todo, desde pequeño. Soy un robot.”

Obediente y dependiente del deseo de su madre hace una identificación fálica imaginaria con ella:

“ella soy yo, ella lleva a todos y yo me he dejado llevar. Tengo los genes de mi madre, soy hasta el noventa por ciento mi madre. Me siento observado, es como si una voz me dijera que tengo que ser el mejor siempre. Mi madre me da ocho mil consejos al día, consejos sobre salud: abrígate la garganta que te vas a enfriar, me vigilaba en todo lo que hacía, no me dejaba en paz. Me razonaba ella por mí, me he dejado razonar.”

Proclive a cumplir el deseo y la voluntad de su madre, en una suerte de pacto incestuoso, se sumerge en un goce mortífero que lo limita y empobrece. La ausencia del padre, la hostilidad hacia él y el sentimiento de culpabilidad completan el cuadro. La insuficiencia del aspecto simbólico del superyó deja al sujeto a expensas de una voz y de un imaginario ojo-cámara, omni-voyeur, que lo anula como sujeto y lo sitúa en posición de objeto inanimado.

Un analizante psicótico describe las voces que lo acechan:

“ellos me persiguen, ellos quieren saber, me controlan la mente y empiezan las voces, y eso no hay quien lo aguante. Son como conversaciones, y también palabras sueltas: ¡fuma!, ¡gay!, son como órdenes e insultos”.

El analizante lo relaciona con las peleas familiares y con otra crisis padecida hace seis años.

“A veces mis padres hablan telepáticamente. Dicen: que no me vaya de casa, o que haga lo que quiera. Lo relaciono con alguien a quien ellos pagan o con quien simpatizan para que vaya a por mí, o me hagan la vida imposible a través de las voces. Otra voz externa dice: ¡a lo legal! Las voces interiores me preguntan como si estuviera en un juicio y tengo la imagen de que el público se ríe. Hay otra voz externa que dice: ¡es un idiota!”

Voces, voces telepáticas, voces interiores, voces externas, voces… En este analizante la ausencia del significante del Nombre-del-Padre en su función de Metáfora Paterna, como instancia simbólica reguladora del superyó, deja al sujeto a merced del torbellino de voces e imagos persecutorias, dañinas, demoledoras.(10)

BIBLIOGRAFÍA

(1) Freud, S. El yo y el ello O. C. , vol. XIX, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1992.
(2) Freud, S. (1932), Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (31 Conferencia: la descomposición de la personalidad psíquica ), O. C., vol. XXII Buenos Aires, Amorrortu ed., 1993.
(3) Freud, S. (1930), El malestar en la cultura, O. C. , vol, XXI, Buenos Aires, Amorrortu Ed., 1992.
(4) Lacan, J. (1995), El estadio del espejo como formador de la función del yo, tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica Escritos I, México, Siglo XXI ed., 1995.
(5) Ferrer, N. (1991), «La voz humana», Apertura, Cuadernos de psicoanálisis nº 6, Barcelona, 1991.
(6) Lacan, J. (1977), «Televisión», Psicoanálisis, radiofonía y televisión , Barcelona, Ed. Anagrama, 1977.
(7) Freud, S. (1912), Tótem y tabú, O. C., vol. XIII, Buenos Aires, Amorrortu Ed., 1993. (4) Freud, S. (1923),
(8)Agradezco a Maite Cuartiella Michavila su amable colaboración al autorizar la publicación de este material clínico.
(9)Lacan, J. (1991), «El mito individual del neurótico», Intervenciones y textos I, Buenos Aires, Ed. Manantial, 1991.
(10) Ferrer, N. (1992) «La casa del padre», Apertura, cuadernos de psicoanálisis, nº7, Barcelona, 1992.